OPINION
Por
Claudio Barrientos F.
07 de Julio, 2011
Cualquier observador medianamente lúcido, podrá reparar que en las actuales movilizaciones y manifestaciones de descontento que atraviesan Chile y otras latitudes, pareciera haber una crisis sistémica que va más allá de los conflictos puntuales o evidentes que se escuchan en el discurso o en el grito callejero; como si la marcha, el paro y la denuncia sólo fueran la punta de un iceberg bastante más grande y complejo que lo que se percibe por su cara visible e inmediata. Hay que hacer otras lecturas para poder comprender el fenómeno y darle algún cauce que nos permita comprender la tendencia que se mueve en el fondo, y desde allí esbozar escenarios futuros, posibles y realizables. Seguramente un buen número de políticos y no pocos líderes sociales, ya quisieran dar con la clave que les permitiese montar la ola del cambio que flota en el ambiente y que no parece ser sólo un episodio más de reivindicación social. Me atrevería a decir que lo que está emergiendo es una mirada y una forma de actuar que cuestiona el paradigma que se ha instalado desde hace varias décadas respecto a cómo se desarrolla el progreso social e individual. De todos modos, en el actual escenario, donde se confrontan intereses, visiones y unas siempre desiguales cuotas de poder, existen no pocos movimientos tácticos que pueden llevar las cosas, después de innumerables volteretas, a un avance más modesto que espectacular o peor aún, al mismo lugar en que todo se inició, desperdiciándose una posibilidad de avance que en algún momento pareció estar al alcance de la mano.
Mi opinión es que se está demandando al Estado para que deje de lado su rol subsidiario y recupere en algún grado, su protagonismo en la igualación de las oportunidades (cuando no de igualación a secas) respecto del acceso a bienes y servicios que la sociedad percibe como absolutamente necesarios para su desarrollo y que no acepta dejar al arbitrio del libre juego de las fuerzas del mercado. Creo que también se cuestiona la visión economicista que ha permeado todo el quehacer humano tornando la evaluación y el valor de la actividad humana en un simple equilibrio entre ingresos y gastos o entre resultados obtenidos versus recursos invertidos. Tales mediciones, que forman parte de la más elemental lógica de administración de recursos, choca con la percepción de que hay una cierta base de existencia humana digna – mínima - desde la cual se debe partir y que debiera estar asegurada. Por supuesto, podrá haber una larga discusión respecto de cuál será ese mínimo, pero no se cuestiona el que dicha base exista como condición de un desarrollo humano y social sustentable, como tampoco el hecho de que no surgirá de un modo espontáneo.
La contra argumentación más fácil y en boga será decir que ya no se puede retrotraer la historia, y que la injerencia del estado en la economía y la vida social quedaron fuera de época y que sus representantes fracasaron. Es más, se mostrará como ejemplo el actual descalabro de algunas economías europeas, sobrepasadas por la carga de gastos que el estado debe afrontar, traducida en prestaciones sociales, subsidios y pensiones de vejez. Todo ello juega sin duda un papel fundamental, pero se soslaya al mismo tiempo que ese mismo estado ha debido concurrir al salvataje de sus bancos cuando éstos, producto de la especulación financiera, han quedado expuestos a la bancarrota y al riesgo de arrastrar a toda la sociedad a un descalabro mayor. Se olvida intencionadamente que las políticas de autorregulación del mercado fueron precisamente las manifestaciones más primitivas de una ciencia económica que sólo con posterioridad a la crisis de 1929 se hizo cargo de las desigualdades y la asimetría que presentaban los diferentes actores económicos en el mercado. Cada vez que el paro y la recesión se adueñaron del escenario social, fue el Estado quien debió poner nuevamente en marcha el círculo virtuoso del empleo, la demanda y la producción, hasta que el modelo empezó a mostrar síntomas de agotamiento a mediados de los años 70. Esa historia es muy conocida, sin embargo más de 35 años de políticas neo-liberales y de un estado subsidiario se encargaron de adormecerla, mas no de olvidarla por completo como para que se creyera en un “fin de la historia” como pregonaba, en 1985, el asesor del departamento de estado norteamericano Francis Fukuyama. A decir verdad, el hombre de la calle nunca se tragó el cuento de un mercado libre que maximizaba los beneficios y aseguraba un progreso ilimitado. Si bien le reconoció ciertos logros parciales y puntuales, las recurrentes crisis de empleo y de burbujas especulativas, acabaron con la fe de los optimistas y dejaron abultadas cuentas por pagar, generalmente ajenas, postergando una vez más el tantas veces prometido y anhelado desarrollo.
He aquí uno de los puntos clave donde existe permanente confusión o manipulación conceptual: crecimiento no es igual a desarrollo. Demasiadas veces se ha tratado de confundir los términos con cifras y argumentos que, sin embargo, muestran una realidad opuesta, donde la desigualdad alcanza niveles casi odiosos. El desarrollo tiene un componente igualitario en que la inclusión parece ser el término que más se asemeja el que todos compartan de algún modo y sólo por el hecho de existir, los frutos que el crecimiento genera. Todos reconocen en los talentos individuales, la capacidad de emprendimiento y la propensión a asumir riesgos un elemento diferenciador que puede y debe ser reconocido, estimulado y hasta premiado, pero no puede impedir que otros apenas alcancen un umbral de subsistencia. Si el desarrollo no es para todos y no llega a todos, más allá del simple “chorreo” que pueda derivarse de una mayor accesibilidad al empleo, es casi obvio que la sociedad incubará un componente de descontento y cuestionamiento que socavará sus bases. El cambio que se reclama está sin duda en una mayor inclusión a través de políticas directas y de cobertura universal, al menos para la parte mayoritaria de la población que no tiene acceso a ellas o que accede de manera deficitaria. Es demasiado obvio el hecho que el crecimiento por sí solo, no genera esta condición. Chile ha pasado de un PIB de 31.600 millones de dólares en 1990, a uno de 75.200, en el año 2000 hasta llegar a los 260.000 en 2010. El ingreso per-cápita saltó desde US$ 4.700 en 1990 a 15.100 en la actualidad. Las exportaciones se mostraban como muy dinámicas cuando el país alcanzó los 15.000 millones de dólares anuales en 1999 y parecía un gran logro, sin embargo en 2008 alcanzaron los 66.000 millones y todavía el desarrollo no llega. El ciudadano común se pregunta cuánto más tiene que “crecer la torta” para que alguna vez le alcance - no para ser rico ni mucho menos -, sino para asegurarle una vivienda digna, en un buen entorno; educar a sus hijos; tener acceso a cierto nivel de cultura y esparcimiento y no quedar expuesta su solvencia económica ante una enfermedad o una catástrofe. Precisamente crece la indignación, cuando a ciertos niveles de progreso, estas aspiraciones no solo siguen desatendidas, sino que se ve como otros, simultáneamente, incrementan su poder económico, estafan a los ciudadanos o los ahogan a través del crédito y los intereses; hacen lobby frente a las autoridades para conseguir mayores prebendas o pueden deteriorar el medio ambiente sin recibir sanción alguna. Por si fuera poco, son capaces de producir crisis estructurales cuyos costos, deben afrontar luego todos los ciudadanos.
Otro punto: la educación. Demasiadas veces se ha escuchado que es la herramienta fundamental para acceder a mejores niveles de remuneración y de calidad de vida en el futuro. Casi todos coinciden en ello, pero se sabe que además de ocurrir en el largo plazo, diferentes niveles de calidad educativa producirán distintos grados de movilidad social. Hoy es más que evidente que la educación reproduce desigualdades que parten desde la cuna y que no se alcanzan a nivelar dentro del ciclo de instrucción posterior, porque son falencias y carencias que van, incluso, desde la cantidad de proteínas ingeridas diariamente hasta la estimulación psicomotora y afectiva temprana, necesarias para asimilar lo que se aprende. La educación segregada por otra parte, con gran cantidad de alumnos por curso y profesores mal remunerados no puede dar como resultado sistémico - más allá de las excepciones siempre plausibles - sino una brecha social que después se hará palpable en el nivel de ingresos y bienestar (o malestar) de la población. Y en el acceso a la educación superior, reconociendo los avances de cobertura en 20 años, no se ha verificado que la movilidad social y el acortamiento de los niveles de ingreso logren revertir el 1 es a 15 de diferencia entre los que perciben más y los de menores ingresos, versus el 1 es a 6 de las economías más desarrolladas. ¿Contribuye a ese acortamiento el que la mayoría de la sociedad deba transferir recursos durante largos años a la banca para endeudarse en la lucha por adquirir las herramientas que después serán no solo de subsistencia y progreso individual, sino que podrán ser devueltas a la sociedad a través de los aportes en el mundo laboral y el pago de impuestos?
Los países de la OCDE gastan entre 1 y 1,3% del PIB en educación, mientras en Chile, si se accediera a las demandas que hoy solicitan los estudiantes, recién se estaría alcanzando un modesto 0,5. ¿No debería ser este hecho el motivador para un cambio radical en ese sentido? He aquí nuevamente la presencia del cambio en el paradigma: es por ahora sólo el Estado quien puede garantizar el acceso a una educación de calidad para aquel que no puede pagarla y de allí deriva la voluntad mayoritaria de querer fortalecer la educación pública. Chile siempre albergó enseñanza pública y privada en su sistema educativo. Nadie dice que haya que eliminar esta última, pero quien debe marcar la pauta y dar las directrices de cobertura, calidad e integración, así como de fijar ciertos contenidos mínimos, no sólo en instrucción, sino también en formación, debe ser el Estado, considerado éste en su acepción republicana y democrática. Los políticos parecen no querer ver que lo que se está pidiendo es una mano - bastante visible en este caso - que fije el rumbo en esa materia. Se engaña y engaña la derecha al país cuando pone como sinónimo de educación pública a la educación municipal, porque los ciudadanos tienen claro que en un estado centralista como el nuestro, si no hay un real traspaso de recursos y poder de decisión hacia la base, representada por los municipios, donde además se equipare el poder económico de aquellos que cuentan con holgura de recursos de aquellos que son deficitarios, difícilmente algo va a cambiar en la educación.
¿Y qué podemos decir del acceso a la vivienda, la salud, la energía, el transporte público y ciertas riquezas esenciales? ¿No se está pidiendo, más allá de no querer emplazar una represa en medio de un paisaje idílico que a todos nos pertenece, el que ciertos recursos básicos como el agua, por demás escasa, no pueda estar en manos de 2 ó 3 empresas privadas que marquen a su arbitrio cómo, cuándo y de qué manera deciden darle holgura o restricción energética a un país, mientras el estado es prescindente en dicha materia o bien se limita sólo a darle “incentivos” o “señales” a los privados? ¿Cómo no tendrá el resto de los ciudadanos algo que decir a lo menos? Y en cuanto a salud, parece bastante obvio que un grado importante de cobertura universal y de calidad se requieren para atender a una población que ve en las enfermedades una amenaza no solo física, sino también patrimonial y de seguridades respecto al futuro cuando éstas se presentan. Las coberturas AUGE caminan en esa dirección, pero se requiere que la prestación de servicios sea más amplia aún y se desarrolle en establecimientos de calidad, sin mirar la condición socio-económica de los afectados. No es difícil entender que la mayoría de la población quiere que exista esa garantía y desde luego sabe que no es quien lucra con la salud el que de un día para otro, en un arrebato de amor por la humanidad, pondrá su clínica u hospital al servicio de quienes la necesiten y no puedan pagarla. Si se pregunta a los ciudadanos al respecto, con seguridad cerca del 90% dirá que el estado debe hacerse cargo de esta materia, sin descuidar por cierto, la salud preventiva.
Chile posee una de las peores distribuciones del ingreso en el continente y también a nivel mundial. El abandono por parte del estado de las materias antes señaladas es una causa de esa redistribución regresiva en lo económico y defectuosa en lo moral, que aunque presenta niveles sostenidos de crecimiento, no logra impedir que en términos generales, se agrande la brecha entre ricos y pobres, salvo en aquellas materias en que “casualmente”, interviene el estado directamente (subsidios directos). Ello ocurre, no por un atributo especial de eficiencia de dicho poder, sino simplemente, porque éste es por ahora, el ente igualador donde confluyen los intereses de toda la ciudadanía en la forma más democrática y pareja que se conoce y desde donde pueden emanar políticas que de mejor manera representen el bien común o al menos un interés más representativo de la mayoría. Se sabe de antemano que esa función no la cumple el mercado porque allí la accesibilidad está dada por el poder económico que se ostenta, por sobre la condición humana o ciudadana. Es eso lo que las personas quieren ver que empieza a cambiar y no sólo arreglos cosméticos o parciales que en 10 años más vuelvan a dejar las cosas donde mismo.
Por cierto, todo lo anterior nos lleva al complejo tema de preguntarse quienes, cómo y de qué forma se accede y se administra el estado para hacerlo un instrumento que resguarde el interés de esas mayorías y no sea el botín de una colusión de intereses político-empresariales. No cabe duda que el Estado tal cual lo conocemos requiere de grandes reformas y controles por parte de todos los ciudadanos y de una nueva mirada respecto de lo que significa el servicio público. Pero para no hablar de utopías, digamos que si al estado se le impide constitucionalmente participar en la actividad económica, la constitución que lo sustenta debe ser cambiada. Lo mismo vale para el cambio del sistema electoral binominal que en todos estos años, ha impedido el surgimiento de nuevas fuerzas representativas del las tendencias y sensibilidades que germinan en la sociedad. No nos quejemos después de que hay “crisis de representatividad”. De nuevo estamos ante el cambio en el paradigma – esta vez político - que como camisa de fuerza, contiene el que se avance hacia una democracia más real que formal. Y si hoy se habla de cambiar la ley electoral, avancemos un paso más (o varios) y junto con convocar a elecciones el día que corresponda, plebiscitemos materias de interés nacional, regional y local (algunas vinculantes y otras no) junto con el voto para elegir a las autoridades, accediendo así a una democracia no sólo representativa, sino también más directa y en concordancia con los intereses de la gente. ¿La distribución de píldora del día después?, el aborto terapéutico?, las uniones homosexuales? la energía nuclear?, la construcción de una represa?, la instalación de antenas para celulares? el presupuesto para educación? Claro; esos siete temas y otros siete más. Como para pensar que si la política y los políticos quisieran realmente cambiar y ser creíbles de nuevo ante los ciudadanos, deberían agacharse un poco y mirar a ras de suelo; para ver los miles de guantes que están ahí, tirados, esperando que alguien los recoja.
Algunas fuentes citadas:
• Informe series estadísticas Banco Central, 2008, 2010.
• Series de crecimiento Economía y Negocios “El Mercurio”.
• Distribución del ingreso económico en Chile – Starmedia.com, 2011
• Resultado Encuesta de presupuestos familiares INE, Julio 2008
• Distribución del ingreso en Chile: 9 hechos y algunos mitos, Dante Contreras, 1996.
• PIB per cápita en Chile llegará a US$ 20.000 en 2016, Diario La Tercera, 12-04-2011.